Empiezas a leer el cuento El Inmortal, de Jorge Luis Borges, y durante
las 4 primeras líneas tienes que ir al diccionario por lo menos 3 veces. Hay
que buscar dónde está Esmirna, quién era la Princesa de Lucinge y cuál es la
Ilíada de Alexander Pope. Así es la literatura de Borges. Así se entra,
tímidamente, a este cuento. El inmortal es el primer relato del libro El Aleph,
aunque antes ya había sido publicado en la revista Anales de Buenos Aires en
1947. La narración empieza afirmando que el anticuario Joseph Cartaphilus
ofreció la Íliada de Pope a la Princesa de Lucinge, quien, a su vez, encontró
un manuscrito entre las páginas del libro. El manuscrito está narrado en
primera persona por el tribuno militar Marco Flaminio Rufo. El cuento es la
transcripción de este manuscrito (por lo menos hasta cierto punto). Una
literatura adentro de la literatura. Lo cual, como es común en Borges, muestra
una manera de tejer la narración a partir del hallazgo de un documento, un
objeto literario que contiene una historia o las huellas de una historia. El Tribuno empieza de forma muy inusual: “Que yo recuerde, mis trabajos
empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos…”. Esto es interesante porque indica
que este personaje, Marco Flaminio Rufo, recuerda desde que ya es adulto. ¿Qué
quiere decir con “que yo recuerde mis trabajos empezaron en…”? Posiblemente es
la manera en que Borges nos dice que aquel Tribuno no tiene una memoria clara
de su vida antes de sus trabajos en Tebas Hekatómpylos. O simplemente, que no
se puede confiar del todo en su memoria. Falible.
En esta ciudad llega un jinete moribundo, venido del Oriente, de un país
de montañas, confesando que busca un río de aguas que curan, “el río secreto
que purifica de la muerte a los hombres”. El tribuno le dice que no ha llegado
a tales aguas y toma el relevo. Frente a esa enorme promesa, la inmortalidad,
el Tribuno logra hacerse con uno grupo de hombres para ir lo más al Occidente
posible para encontrar las mencionadas aguas. Después de atravesar el desierto, Marco Flaminio Rufo llega a
la falda de la ciudad de los inmortales, y antes de desfallecer dice “Antes de perderme otra vez en el sueño y los delirios… repetí unas
palabras griegas: los ricos teurcos de Zelea que beben el agua negra de Esepo…”. Con esto Borges
alerta que al tribuno romano le “sale” una conexión con la Iliada: Zelea es mencionada
por Homero en el catálogo de los Troyanos en la Iliada; el río Esepo pasa por
esa ciudad. En las cuevas junto a esa ciudad grandiosa y
horrible (refiriéndose a un palacio dice “los dioses que lo edificaron han
muerto… lo dioses que lo edificaron estaban locos”) están los trogloditas, que
parecen haber perdido su humanidad: no hablan, todos se parecen, parecen
haberse perdido en la inmortalidad. Por hipogeos laberínticos el narrador entra
a laberintos que finalmente lo adentran en la ciudad y por ahí mismo sale. Esos
laberintos, esas puertas, son también una imagen de este relato mismo, que
confunde, que te hace preguntar quién es el narrador.
Después de salir, aquel troglodita a
quien el narrador llama Árgos, resulta confesar que es Homero: Qué sabes sobre
la Odisea, le pregunta, a lo que Argos contesta “muy poco… ya habrán pasado 1100 años desde que la inventé”. Claramente, la
inmortalidad debilita la memoria. Habría que ser como Funes. El narrador del cuento aclara en un punto que
hay dos personajes en esta crónica: Marco Flaminio y Homero. Nos dice que Tebas
Hekatómpylos es como llama Homero a la ciudad, quién a su vez confunde el río
Nilo por el río Egipto. Adicionalmente, explica lo de Zelea, mencionado más
arriba. Tal vez Marco Flaminio es solo otra vida más de ese Homero inmortal.
Pero el narrador habla de ellos desde la distancia, como si fuera otra persona
más, Cartaphilus. El cuento menciona a Giambattista, a quien le da la razón. Después de saber que, así como hay un agua que da la inmortalidad,
supieron que hay otro río que entrega la mortalidad “El 4 de octubre de 1921, el Patna, que me
conducía a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea Bajé;
recordé otras mañanas muy antiguas, también frente al Mar Rojo, cuando yo era
tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los soldados.
En las afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre. Al
repechar el margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El
inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé
la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me
repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche dormí hasta el
amanecer.” Para este momento de la narración queda expuesta la múltiple
personalidad del personaje principal y con el, la idea de que un solo hombre es
todo los hombres, de que Homero, que también, según una recurrente teoría sobre
el origen de la Odisea, es un hombre ficticio.
Terminas de leer el cuento El Inmortal, y no
sabes muy bien si el autor del manuscrito es el anticuario Joseph Cartaphilus,
Marco Flaminio Rufo o el propio autor de la Ilíada, Homero.
Borges vuelve una y otra vez sobre la
definición del yo, un yo definido por el lenguaje y por sus circunstancias.
Entonces hay que releer el cuento, incluso leerlo en voz alta, y a veces, tomar
un atajo: leer comentarios, análisis, ensayos y reseñas sobre este relato.
Más allá de las referencias históricas y literarias, rastro de la erudición
de Borges, El Inmortal es un relato que surca uno de los temas frecuentados por
el escritor argentino: la infinidad, lo infinito. También se puede pensar que
el mismo concepto de identidad es una cuestión central en el cuento ¿Qué decir de la
identidad del sujeto que es entre un grupo de inmortales? “Nadie es alguien, un solo hombre inmortal
es todos los hombres”, dice a propósito de una reflexión: en un plazo
infinito a un hombre le pasan todas las cosas. El Aleph que es como dijimos al principio es uno de los libros de relatos más representativos de la
trayectoria literaria del maestro argentino. Publicado inicialmente en el año
1949 (y reeditado posteriormente en 1974 con la adición de cuatro nuevos
cuentos), este tomo es un canto a la fantasía, a lo imposible, a la
inverosimilitud. Uno, ante este embriagador escenario, solo tiene dos opciones
posibles: sumergirse en el mundo de Borges, dejar que te absorba; o pasar por
él sin llegar a sentirlo realmente. Una lectura fantástica, colmada de narraciones
memorables, de sutiles críticas y evocadores pensamientos, y de una altura
literaria de la que muy pocos pueden presumir. Uno de esos libros a los que te
obligas a volver por simple imperativo de la razón, cuando el laberinto se
vuelve demasiado alargado y confuso como para salir tu propio pie.
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